Provincia de Cádiz

Zahorís, cuando el agua es el tesoro

Miguel muestra a la cámara sus herramientas de trabajo, las dos varillas en forma de L que le guían hasta los acuíferos.

Miguel muestra a la cámara sus herramientas de trabajo, las dos varillas en forma de L que le guían hasta los acuíferos. / Julio González

Miguel avanza guiado por dos finas varillas de metal con forma de L que sujeta entre sus dedos. Más que agarradas con firmeza las lleva casi en volandas entre el pulgar y el índice. Las dos, en paralelo, señalan al este y hacia allá que vamos sorteando las ondulaciones de una extensión de terreno repleta de hierbas altas y arbustos de diferentes tamaños que crecen a resguardo de un típico monte mediterráneo. De repente las dos varas se entrecruzan como queriendo marcar un lugar bajo nuestros pies. Los canosos vellos de los brazos de Miguel se encrespan como si hubieran recibido una descarga eléctrica. “Mira, mira… ¿lo ves?”, me pregunta. Lo veo, Miguel, lo veo. No es que hayamos topado con un espectro del más allá que nos erice la piel, es que Miguel Reina, zahorí de los buenos, lo ha vuelto a hacer. Ha encontrado agua en un terreno yelmo. Tras situar el punto del acuífero, saca de su bolsillo un péndulo atado con una cuerda y lo sitúa justo encima. Esto le ayuda a marcar la profundidad a la que se encuentra. No parece una ciencia exacta, pero el caso es que su fama la precede y Miguel tiene un altísimo porcentaje de éxitos en toda la comarca de La Janda.

Alfonso, el propietario de la finca en la que nos encontramos, asiste a la maniobra junto a su hijo. Con media sonrisa nos comenta que las habilidades de Miguel son conocidas en la zona. “Es un figura. Yo tenía unas tierras por allá lejos, en un monte perdido, incluso contraté a un geólogo para que me hiciera un estudio del terreno. Me dijo que no había nada de agua. Seco como una mojama. Un día llamé a Miguel y la encontró a la media hora. Me comentó que había agua a 33 metros de profundidad. Y no se equivocó. No sé cómo lo hace. Es un don natural”.

Nos cuenta Miguel que el don de sentir el agua bajo la tierra le viene de su abuela. “Ella tenía otros poderes”, confiesa sin querer entrar en detalles, “pero con 13 años yo empecé a sentir estos escalofríos cuando me acercaba al agua subterránea. Ella me enseñó”. ¿Y no podrías enseñarme tú a mí?, le pregunto. “No, porque en ese caso te traspasaría los poderes y yo me quedaría sin ellos”. No se hable más. Que Miguel busque agua que yo buscaré noticias.

Miguel no es sólo un buscador de agua, ese tesoro líquido sin el que la vida no sería posible. Dicen que los humanos somos en un 70% agua, aunque en el caso de Miguel ese porcentaje probablemente sea más elevado. “He sido cocinero y camionero, he vivido 20 años en Valencia, donde tengo muy buenos amigos, pero a raíz de un grave accidente de coche que sufrí, y en el que casi pierdo la vida, tuve que dejar de trabajar. Ahora estoy prejubilado”, nos cuenta.

Miguel cuenta que fue su abuela quien le traspasó este don cuando tenía 13 años

La técnica que utiliza Miguel para encontrar agua subterránea, conocida como radiestesia o rabdomancia, sigue despertando dudas entre la comunidad científica, si bien su efectividad en el entorno rural en el que nos movemos es apabullante. Tanto como ver que una corriente recorre su cuerpo en el momento en que se aproxima al lugar exacto donde las fuerzas telúricas se hacen notar.

Miguel reconoce que ha ganado más de una apuesta gracias a su don. “Hasta mi suegro decía que no se lo creía. ¿Tú qué eres Rapel?, bromeaba. Y se lo demostré. En un terruño que tenía donde todo el mundo le había dicho que no había manera de sacar agua, yo la encontré. A 50 metros bajo tierra. Taponada por una gran roca”.

El péndulo ayuda a este zahorí a averiguar a qué profundidad está el agua. El péndulo ayuda a este zahorí a averiguar a qué profundidad está el agua.

El péndulo ayuda a este zahorí a averiguar a qué profundidad está el agua. / Julio González

Los poderes de Miguel no se ciñen sólo a la cuestión líquida. Asegura que es capaz de quitar las verrugas. ¿Tú tienes verrugas?, me dice. Pues la verdad es que no, respondo. Lástima, porque te las habría quitado. Mejor dejemos las cosas como están, Miguel. “Mi hijo –me cuenta– tenía un amigo en Valencia que tenía decenas, en las manos sobre todo. Le dije que me apuntara en un papel su nombre y el número exacto de verrugas que tenía. Cogí el papel, me fui a mi casa, hice las cosas que yo sé que hay que hacer y como al mes y medio le pregunté. ¿Qué pasó con las verrugas? Me enseñó las manos. No tenía ni una. Se le habían caído”. Alfonso asiente atento a la conversación. “Yo lo he visto hacerlo hasta con vacas que tenían la boca llena de verrugas. Un figura, lo que yo te diga”.

Miguel cuenta historias con las que se podría escribir un libro. Digamos que no ha tenido una vida fácil, una infancia sencilla, pero sus ojos, que quizá por sus poderes líquidos, también se empañan con facilidad cuando alguna conversación le toca la fibra sensible, son sinceros. Nos despedimos con un abrazo en medio del campo, un lugar cercano al cortijo donde se crió, rodeado de toros bravos y aguas subterráneas. Una tierra donde manan poderes que Miguel comparte con sus vecinos para intentar que su existencia sea más provechosa.

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