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El consentimiento | Crítica

El monstruo y la ninfa

Una imagen de 'El consentimiento', de Vanessa Filho.

Una imagen de 'El consentimiento', de Vanessa Filho.

No se anda con muchos matices, sutilezas ni ambigüedades Vanessa Filho (Cara de ángel) a la hora de llevar a la pantalla el libro confesional de Vanessa Springora en el que, 35 años después de los hechos, relata su experiencia como adolescente seducida, manipulada, utilizada y engañada por el entonces popular escritor Gabriel Matzneff, 35 años mayor que ella, que puso por escrito en sus diarios todas las intimidades de su relación.

Su película entra a saco en la dialéctica depredador voraz-presa indefensa sin apenas dibujar a los personajes, casi hasta lo zafio en el perfil pedófilo, sibilino y sucio del novelista, no sólo por la caracterización de Jean-Paul Rouve en busca del parecido razonable, sino también en la insistencia por demostrar en cada frase, cada gesto o cada movimiento de manos que estamos ante un verdadero monstruo, un dinosaurio del viejo orden heteropatriarcal consentido por el entorno cultural e incluso político de la época. 

El consentimiento transcurre así siempre desde el punto de vista y la psicología quebradiza y dañada de la joven (Kim Higelin) y desde esa perspectiva contemporánea que permite juzgar el pasado, los comportamientos individuales y el contexto que los amparaba con la condena por delante y los mensajes subrayados con rotulador de punta gruesa.

En las antípodas de un filme como El último verano, de Breillat, no digamos ya de la Lolita de Nabokov/Kubrick, este filme elude toda complejidad sobre los mecanismos bidireccionales del deseo o la (ir)responsabilidad adulta para buscar siempre, desde el morbo y el efectismo, cancelar el pasado desde el presente subido a un caballo ganador que galopa sin obstáculos y con viento a favor en estos tiempos en los que el maniqueísmo, la censura moral y la cancelación empiezan a naturalizarse a través de la Historia.