Cuarto a espadas

No hay que esperar siquiera al paseíllo para que ver a ciertos toreros justifique la tarde

Lo bueno de pasar unas semanas sin escribir es escribir después. La perspectiva que te da el silencio y la distancia la explicaré con un ejemplo, pero que tiene, espero, valor en sí mismo, no sólo instrumental.

El sábado 4 de agosto estuve en el cuarto de Morante de la Puebla mientras se vestía para su corrida del Puerto. Si hubiese habido que contarlo al día siguiente, como la tarde no se le dio y acabó en bronca monumental, no habría podido. Ahora, como las cosas y los cosos se han decantado, sí.

Hay algo fascinante en un torero vistiéndose. Yo había imaginado que el ambiente sería trágico, la vida y la muerte danzando tétricas por el aire sombrío de la habitación en penumbra. No. El maestro nos recibió con una hospitalidad luminosa. Como un detalle conmigo, quiero decir, por supuesto, con la poesía, puso en el hilo musical las "Chuflillas del Niño de la Palma" de Rafael Alberti recitadas por Lola Flores: "Ángeles con cascabeles/ arman la marimorena,/ plumas nevando en la arena/ rubí de los redondeles./ La Virgen de los caireles/ baja una palma del cielo./ ¡Qué revuelo! […] Te digo y te lo repito,/ para no comprometerte,/ que tenga cuernos la muerte/ a mí se me importa un pito". Morante esbozó un baile que era una media verónica recogidísima. Luego se encendió un puro.

La inesperada naturalidad recalcaba, paradójica, la importancia del momento. La ponían los símbolos, los gestos exactos, los tiempos y hasta las reliquias. La montera era la de Joselito. Recordé un endecasílabo de Martínez Mesanza: "Debes hacer un rito del vestirte". No lo cité no fuesen a pedir que continuase el poema: "la sobreveste puede ser mortaja". Lamenté que los columnistas no echemos nuestro cuarto a espadas y no nos vistamos con solemnidad para escribir; aunque Maquiavelo, que sabía latín, lo hacía para leer. Pensé cuánto han perdido los sacerdotes que han renunciado a sus sotanas. Un poema de Mario Quintana lo cuenta, aunque sin perder la esperanza: "Un día los curas se desotanaron/ disfrazándose de gente./ Así perdieron hasta la sonrisa respetuosa de los incrédulos./ Felizmente, sus Ángeles de la Guarda conservaron aún/ sus grandes alas/ palpitantantes, inquietas, temblorosas…"

No debe de ser casualidad que aparezcan ángeles en ambos poemas, en el taurino y en el sacerdotal, porque ellos saben más que nadie de ritos, de silencios significativos y de distancias salvadas y salvíficas.

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