Con la potencia visual de un templo griego y el esquema de un arco de triunfo romano, bebe de la sobria monumentalidad de la arquitectura clásica. Sus cuatro contundentes columnas dóricas y la no menos recia horizontalidad de su entablamento hacen que se nos presente casi como un imaginario vestigio de la Antigüedad. Pero, tras este primer impacto, emergen luego detalles heterodoxos: el singular remate que sustituye el frontón por una concha y volutas, la incrustación de pizarra y cerámica negra o la aparición de algunos elementos calados. Todo ello nos habla de ese "juego" manierista propio de la segunda mitad del siglo XVI. Una inscripción en el friso nos aclara que esta sugestiva mole fue levantada en 1571 y da el nombre de su autor, Andrés de Rivera, que concibió una entrada digna del más poderoso monasterio de la zona, la Cartuja. Tan satisfecho quedó Rivera con su obra que no dudó en firmar sobre ella. Con esto, dejaba para siempre testimonio de su nombre y, también, comenzaba su propio mito. Porque en los siglos XIX y XX se le convierte en un hito del arte local, atribuyéndosele toda construcción importante del periodo renacentista en la ciudad. Tuvo que ser Hipólito Sancho y, más recientemente, Manuel Romero quienes tuvieron que poner orden. Ahora sabemos que llegó de Salamanca, donde recibiría una esmerada formación. En Jerez, sin duda, gozó de prestigio pues, además de a la Cartuja, donde asimismo trabaja en el claustro grande, aparece vinculado al Ayuntamiento, del que llega a ser maestro mayor, interviniendo en la Casa del Corregidor, actual Colegio Cervantes, y en el Cabildo, donde se vuelve a grabar su nombre, aunque no sepamos qué hizo. Junto a otros trabajos perdidos o poco claros, nada queda de él, más allá de su portada cartujana, para reconstruir su personalidad artística, aún tan atrayente y esquiva.

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