
Roberto Scholtes
Las bolsas marcan un suelo
Tribuna libre
Hace unos días, dos purasangre -macho y hembra- galopaban bajo los rayos de un sol invernal por las playas de Oyambre o de Sanlúcar, conscientes ambos de su superioridad y embebecidos el uno con el otro. La situación, pese a parecer idílica, era en exceso peligrosa. La yegua, aunque bravísima, lo era menos que el caballo, cuya arrebatadora fuerza no trataba de dominar en ningún momento. Sobre ellos sobrevolaba un halcón vigilante. Al final de día, en el rincón de un castillo gótico, los purasangre volvieron a las cuadras, mientras el halcón se apoyaba en la torre elevada.
En la fortaleza habitaba un apuesto marqués que había cogido con sus manos, en más de una ocasión, la bola del mundo y se la había puesto por montera provocando en sus allegados (y no tan allegados) aplauso cerrado y ovación jaleosa. En su madurez, seguía erguido, bien parecido y con gracia; más si cabe que en su juventud, plena de éxitos en plazas varias y solicitadas. Colgaba en la pared del salón, encima de la chimenea, un retrato de un cazador con la mezquita de Córdoba al fondo, solemne. Por la ventana se veía un paisaje idílico, que invitaba a la meditación y al sosiego.
Aquella noche, el marqués se había citado para cenar con una atractiva escritora. A ella le divertía mucho aquel apuesto aristócrata y pretendía sacar jugo a aquel encuentro para publicar una semblanza del personaje. Iluminados con exquisita sutileza y, al fondo, arropados con una vista de Venecia de Gaspar van Wittel, conversaban en armonía. Procedía el marqués a comentar lo bello de la escena que había presenciado en la playa durante el día pero, antes de comenzar, ordenó al maître que llamara a unos violinistas para que tocaran csárdá, que es una música húngara melancólica. También llamó a sus dos amigas gemelas que cenaban junto a un señor francés en una mesa próxima: Monika y Michaela. Ahora eran cinco en la sobremesa.
Tras relatar lo estremecedor que le había parecida la escena de los poderosos cuadrúpedos, especificó que el halcón de las playas de Oyambre o de Sanlúcar era un falco peregrinus, el animal más rápido del mundo, de ahí que hubiera podido sobrevolar toda la escena. Discurría la velada con la imagen de la escena de la playa soterrada y una euforia que iba incrementándose gracias al vino, a las anécdotas y las confesiones que se iban arrojando sobre el mantel. Apareció en último lugar el arzobispo de la provincia, quien vio en aquel aleatorio grupo las seis claves de la amistad: dar, recibir, contar los secretos, preguntar, almorzar e invitar a almorzar.
Decía Cervantes que había que ser breve en los razonamientos, pues ninguno hay gustoso si es largo. Dos siglos más tarde, aseveró categóricamente Goethe que lo que no comprendemos, no lo poseemos. Me abrazo a ambas sentencias para concluir esta historia, que pertenece a todos aquellos que, de alguna manera, han podido poseerla.
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